Para dar lecciones de democracia a los catalanes hay que tener mucha
audacia. Pero para despacharse evocando lo peor que ha sacudido Europa,
equiparando soberanismo a nazismo, para arremeter así contra la
expresión más ilusionante, firme, masiva, cívica y democrática que se
está viendo en esta misma Europa hay que ser muy poco responsable;
tamaña provocación indica hasta qué punto hemos llegado. Eso es lo más
triste del libelo incendiario que firma todo un expresidente del
Gobierno español como Felipe González.
Valdría para la ocasión aquello de “a palabras necias, oídos sordos”,
qué duda cabe si no fuera que no se trata de un mandatario de un
partido de rancio abolengo democrático. Ocurre, sin embargo, que quién
suscribe el texto es un ilustre que en su día fue presidente del partido
que representa la alternancia en España al Partido Popular. Ahí radica
lo más preocupante de la situación: los principales partidos españoles
comparten discurso y estrategia para con Catalunya. La misma receta, la
de siempre, sin tapujos.
Catalunya ha amado España y la sigue amando. Catalunya ha amado la
solidaridad y la fraternidad con España y con Europa. Y en el caso de
España lo ha hecho a pesar de la ausencia de reciprocidad, procurando,
siempre, fomentar una economía racional y productiva, unas
infraestructuras al servicio de las necesidades económicas, al servicio
de la gente, de la prosperidad, impulsando tenazmente una mejora de las
condiciones de vida fomentada en una sociedad más libre y más justa.
Catalunya ha amado la libertad por encima de todo, con pasión; tanto
la ha amado que en varias fases de nuestra historia hemos pagado un
precio muy alto en su defensa. Catalunya ha resistido tenazmente
dictaduras de todo tipo, dictaduras que no sólo han intentado sepultar
la cultura, la lengua o el conjunto de las instituciones del país.
Catalunya se ha alzado siempre contra las injusticias de todo tipo,
contra la sinrazón. Catalunya ha amado a pesar de no ser amada, ha
ayudado a pesar de no ser ayudada, ha dado mucho y ha recibido poco o
nada, si acaso las migajas cuando no el menosprecio de gobernantes y
gobiernos. Y pese a ese cúmulo de circunstancias, el catalanismo -como
expresión mayoritaria contemporánea- ha respondido, una y otra vez,
extendiendo la mano y encauzando todo tipo de despropósitos por parte de
gobiernos y gobernantes. Catalunya ha persistido en ofrecer
colaboración y diálogo frente a la imposición y ha eludido, pese al
hartazgo, responder a los agravios acentuando el desencuentro.
Catalunya hace siglos que busca un encaje con el resto de España.
Casi se puede decir que esta búsqueda forma parte de nuestra naturaleza
política. Pero cuando un tribunal puso una sentencia por delante de las
urnas. Cuando durante cuatro años se ofendió la dignidad de nuestras
instituciones. Cuando se cerraron todas las puertas, una tras otra, con
la misma y tozuda negativa, la mayoría de catalanes creyó que hacía
falta encontrar una solución.
No hay mal que cien años dure ni enfermo que lo resista. Así no se
podía seguir, por el bien de todos. Por eso ha eclosionado en Catalunya
un anhelo de esperanza, que ha recorrido el país de norte a sur, de este
a oeste, una brisa de aire fresco que ha planteado el reto democrático
de construir un nuevo país, de todos y para todos, si es que ese es el
deseo mayoritario que expresa libremente la ciudadanía catalana. De
hecho, ese es el test democrático que comparte con naturalidad la
inmensa mayoría de la sociedad catalana, dilucidar el futuro de
Catalunya votando, en las urnas, y asumiendo el mandato ciudadano sea
cuál sea este. Y si así lo manifiestan los ciudadanos, crear un nuevo
estado que establezca unas relaciones de igualdad para con nuestros
vecinos, especialmente con España.
Afortunadamente Catalunya es una sociedad fuerte, plural y
cohesionada. Y lo va a seguir siendo pese a los malos augurios
expresados con saña en otras latitudes. Cataluña es, a su vez, un modelo
ejemplar de convivencia, tanto como ha demostrado ser, sin lugar a
dudas a lo largo de su historia, una sociedad integradora, dinámica,
creativa, que ha contribuido como nadie al progreso de España.
Catalunya es y va a seguir siendo una sociedad democrática, que
respeta la voluntad de sus ciudadanos. La tradición democrática viene de
lejos, incluso en épocas pretéritas fue también así, como narraba
emocionado, con lágrimas en los ojos, un anciano Pau Casals ante
Naciones Unidas, recordando el arraigo de nuestra tradición
parlamentaria. O subrayando, en un emotivo y célebre discurso, las
asambleas de Pau i Treva, que establecían períodos de paz frente a la
violencia que sacudía la sociedad feudal.
Insistimos, la base del acuerdo es una relación entre iguales, el
respeto mutuo. Y ahí nos van a encontrar siempre, con la mano tendida,
ajenos a todo reproche, dispuestos a colaborar y a estrechar todo tipo
de lazos. Pero que nadie se lleve a engaño. No hay vuelta atrás, ni
Tribunal Constitucional que coarte la democracia, ni Gobiernos que
soslayen la voluntad de los catalanes. Ellos van a decidir sin ningún
género de dudas. Y tan democrático es volver a las andadas como recorrer
un nuevo camino. Ante eso sólo cabe emplazar a todos los demócratas a
ser consecuentes y asumir el mandato popular. De eso va el 27 de
setiembre, de decidir si queremos forjar una Catalunya que se asemeje a
Holanda o Suecia, que rija su destino con plena capacidad, o seguir por
los mismos derroteros.
Se trata de decidir nuestra relación con el conjunto de España.
Porque con España no solo nos une la historia y la vecindad sino también
y especialmente el afecto y vínculos familiares e íntimos. En este
nuevo país que queremos se podrá vivir como español sin ningún problema,
mientras que ahora es casi imposible ser catalán en el Estado español.
El problema no es España, es el estado español que nos trata como
súbditos. Somos pueblos hermanos pero es imposible vivir juntos
sufriendo insultos, maltratos y amenazas cuando pedimos democracia y que
se respete nuestra dignidad.
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